sábado, 20 de marzo de 2010

LA ULTIMA SEMANA. MEMORIA DE LA MADRE. SÁBADO DE PASIÓN EN BETANIA



(Imagen realizada por el autor del Blog en la Capilla de los Marineros en la Calle Pureza en Triana, la mañana del Martes Santo del año 2.009, pertenece a su archivo personal)
Llegamos a Betania. Betania, la ciudad de Lázaro, de María, de Marta. La ciudad de los Amigos de Jesús. Betania, la ciudad que siempre nos acogía con los brazos abiertos. María vivía lejos de Betania, se había ido de la casa familiar siguiendo un sueño, desperto del sueño y volvió a casa roto por el dolor, desengañada. Alguien me dijo una vez, que María había sido una gran pecadora, pero al encontrarse con mi Hijo Jesús este le había abierto los ojos y el corazón, la había sanado. Volver a Betania y ver a María, me traía siempre a la memoria aquella historia que un día contó Jesús a sus Amigos. La historia de un hijo que había pedido la herencia a su padre, se había ido del hogar paterno y había malgastado la herencia. Vivió entre los cerdos, comiendo bellotas, igual que ellos. Pero en su interior sintio la necesidad de volver a la casa del padre. Una historia que nos oyo contar a José y a mi, en Nazaret, a la que él puso un bello final: la escena del perdón paterno. En esa escena veía a Lázaro con los brazos abiertos acogiendo a su hermana, cuando esta volvía a Betania, de la mano de mi hijo.
A pesar de todo, esperaba encotrar allí a Jesús. Pero él no estaba. Su ausencia, me tranquilizo, se había alejado de Jerusalén. Este año no acudiría a la Ciudad para la fiesta de la Pascua. Pensé. Me sorprendio encontrar la casa llena de gente, curiosos que venían a ver a Lázaro. Al llegar no entendí nada. ¿A qué venía aquella curiosidad? ¿Por qué querían ver a Lázaro? Lázaro era el mismo del año pasado, el mismo de siempre, un poco más viejo, su cabeza ya peinaba canas, pero la vida seguía latiendo en su corazón, como el año anterior, como siempre. Al verme se levanto del corro de curisos que escuchaban con atención algo que él contaba y me abrazó con fuerza. Llamó a María y a Marta que como él me abrazaron muy fuerte. Entonces no sabía nada. Al oír que era la madre de Jesús aquellos hombres me miraron con admiración, curiosidad. Aquellas miraran hicieron que algo en mi interior se turbara. Algo acontecía en aquella casa, pero yo era incapaz de saber el qué.
Marta se afanaba en prepar la casa, cocinaba, colocaba cosas, preparaba habitaciones, era la mejor afitriona. Intente ayudar. Pero no me dejo. ¿Cómo iba a consentir que una invitada echara una mano en las labores del hogar? Pero fui con ella a la cocina y allí entre los pucheros y las tianjas me lo conto todo. Jesús había estado en su casa. Lázaro había muerto y Jesús a pesar de los avisos mandados no había acudido a su casa hasta que el hermano murio. Cuando llego Lázaro, me dijo Marta, había muerto y llevaba tres días sepultado. Jesús lo había resucitado. Aquel gesto había enojado a los fariseos y a los Sumos Sacerdotes, consideraban la resurrección de Lázaro como una provocación, y habían comenzado a buscar la forma de acabar con mi hijo. Por eso el Sanedrín se había reunido ayer en Jerusalén, había que buscar una solución definitiva contra el Galileo. Y esa era la sentencia que yo oí al pasar por la Ciudad. Nicodemo, Lázaro, Marta y María enterados de todo habían rogado a Jesús que se alejara de Betania. Allí en su cocina comprendí todo. Comprendí que su hora estaba muy próxima. Comprendí que como en Caná Jesús había transformado el agua en vino, al inicio de su vida, ahora con la resurreccion de Lázaro concluía esa vida. Allí había convertido el agua en vino, aquí la muerte se convertía en vida. Y Jesús quería que yo estuviera cerca de él. Me necesitaba como en Belén o como en Caná.
Paso la mañana y Jesús seguía sin aparecer. Poco después del mediodía, le vi llegar, venía con los doce. Algo me extraño al ver acercarse a la casa de Lázaro a aquel grupo. Había un gran silencio. Aquellos hombres no hablaban, no cantaban, no hacían bromas entre ellos, como otras veces, por que mi hijo, a pesar de todo, era un gran bromista. Me parecio que mi hijo había envejecido mucho en aquellos meses, como si en lugar de pasar unos meses hubieran pasado muchos años desde la última vez que lo había visto. Demasiados años. Al verme me abrazo. Me besó. Pero no me dijo nada. ¿Por qué? Nunca podré entender sus silencios. Juan, el más joven de aquellos hombres, me abrazo con el mismo cariño que siempre. Al oído me dijo que teníamos que hablar. Venían cansados. Jesús se retiro a un lugar dentro de la hacienda de Lázaro desde donde se podía ver la Ciudad Santa, era su sintio preferido. Allí ha permanecido toda la tarde. Yo le miraba desde la casa de Lázaro. Sabía que algo afligía su corazón. Pero no me atrevía a hablar con él. Algo pasaba por su cabeza, estaba segura, luchaba contra su corazón, y era una lucha feroz. ¡Las madres siempre sabemos lo que pasa en el interior de nuestros hijos! Y aquella tarde mi hijo estaba sufriendo, ¡y mucho!. Sus ojos apesadumbrados no podían negar lo que ocurría en su corazón. ¡Y yo no podía hacer nada!
La noche ha hundido, aún más la espada en mi corazón de madre, me ha llenado de inquietud, de turbación, de amargura. Jesús ha hablado, claramente, del futuro, se va, su camino, ahora, tiene una única meta: la muerte. La muerte aparece, la veo, claramente en el horizonte de su vida. ¿Pero qué voy a hacer yo si solo se ser madre?. Lo ha dicho durante la cena. María trajo un perfume, de su etapa en Magdala, y rocio el cuerpo de mi Hijo. Algunos la riñeron, pero él les dijo: "No la riñáis, ella me acaba de uncir para la sepultura".
VÍCTOR HERNÁNDEZ MAYORAL
21 de marzo de 2.010

No hay comentarios:

Publicar un comentario